
Miguel de Unamuno nace en Bilbao en 1864 y muere en Salamanca en 1936, ciudad donde será rector de la Universidad desde el año 1900 hasta el 1914, año en el cual es destituido del rectorado por razones políticas. Durante este mismo período publica su novela “Amor y pedagogía”, una crítica severa al pensamiento educativo del positivismo y a la represión de todo impulso natural. A causa de las novedades formales presentes en esta obra, los críticos opinaron que no era propiamente una novela. Publica también su singular ensayo “Vida de Don Quijote y Sancho”, donde el autor reivindica al Quijote como figura mítica y religiosa. Asimismo, expone que la relación entre este y Sancho representa la tensión entre razón y locura, exactamente lo que constituía para Unamuno la unidad de la vida.
En el año 1913 publica junto a sus dos primeras piezas teatrales “La esfinge” y “La venda” la primera de sus obras filosóficas más importantes, “Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos”. Aquí el autor presenta la vida como una permanente paradoja, en la cual el pensamiento racional no puede dar cuenta de lo vital pues la vida es agonía, entendiéndose esta como la lucha constante entre el intelecto y el sentimiento. Unamuno deja reflejada su creencia de que el más trágico problema de la filosofía es el de conciliar las necesidades intelectuales con las necesidades afectivas.
Antes de adentrarnos un poco en el pensamiento filosófico del autor, vamos a recordar el contexto social y político en el cual se desarrolla su producción literaria. Repasaremos su concepción de “Nivola” y el fenómeno de la desnudez en la estructura dramática de sus obras a propósito de su “Fedra”.

Ya en 1895, año en el cual aparecía su primera colección de ensayos “En torno al casticismo”, Unamuno planteaba cuestiones e inquietudes que concernían a la Generación del 98. La valoración de Castilla, la articulación del españolismo y de la europeización serán algunos de los asuntos de los cuales se ocupará esta generación.
Recordemos que junto al surgimiento de esta generación se establece el Modernismo en España, lo cual supuso un momento de explosión tecnológica y una crisis religiosa profunda, junto a un sistemático crecimiento del Socialismo dentro de la clase burguesa, la cual representaba el liderazgo sociológico de la cultura del siglo XX.
Todos estos sucesos, junto al recuerdo de la tercera guerra carlista, la dictadura de Primo de Ribera y el auge de los nacionalismos ibéricos, periféricos a Castilla, convergen en la conciencia del autor. Asimismo, la realidad social ante el desastre del 98 es para muchos la de una nación atrasada y sumida a la miseria. La cual exigía una regeneración que trascendiera lo simplemente económico y que abordara cara a cara el problema de España efectuando un análisis profundo y espiritual.
Esta decadencia nacionalista da lugar a una reflexión aguda sobre el presente. Se mira hacia el pasado para identificar los valores perdidos y se toma a Europa como referente, pero sin renunciar a la propia identidad española.
Según José Maria Gómez Heras, profesor de la facultad filosófica de la Universidad de Salamanca, es en el período de crisis espiritual que sufrió Miguel de Unamuno en 1897, cuando el autor retorna a una interpretación religiosa de la vida, aunque no ortodoxa, y busca en el protestantismo liberal una respuesta a esa remodelación de sus propios conceptos religiosos.
De este modo, Unamuno establece una relación con su fe siempre en conflicto, lo cual resultará ser uno de los motores principales de su actividad intelectual y parte del sentido trágico de su pensamiento. Una fe subjetiva que el autor siempre contrastará con la razón. De esta manera, razón y fe para Unamuno siempre estarán en una lucha constante sin posibilidad de conciliación, incluso, durante la eternidad. A la fe sin la razón le faltaría orden y claridad, y la razón sin la fe seria mera lógica exenta de vida. Tampoco existe para el autor la posibilidad de que una sea subsumida a la otra sino que ambas, en lucha constante, conviven en la conciencia más profunda del ser humano.
De acuerdo con los estudios en torno a su producción literaria, Shopenager dotaría al autor y a sus coetáneos del sentido de la decadencia. Nietzche les aportaría los alicientes para superarla, y de San Agustín, quien abogaba por la razón guiada por la fe como instrumento para conocer la verdad, heredaría Unamuno las lógicas del corazón y la búsqueda del equilibrio entre la fe y la razón. Al igual que de Pascal, quien no concebía al hombre sin pensamiento (razón, sentimiento y fe). Pero sería en Kierkegaard donde encontraría, según palabras del propio autor, un hermano admirable.
El problema del yo en Miguel de Unamuno vendrá estrechamente relacionado con el problema de la inmortalidad. De manera que no podría existir una interpretación de la vida sin que la inmortalidad venga con la premisa de la no aniquilación de la vida y de la afirmación de la supervivencia en la eternidad, como bien apunta Gómez Heras. Para el autor la inmortalidad sería necesaria para que el hombre pueda creer en sí mismo y así encontrar un poco de sentido a su vida.
Detestaba un hombre abstracto y defendía uno de “carne y hueso” como centro de la filosofía. Este hombre de carne y hueso con el anhelo de “ser cada uno lo que es, siendo a la vez todo lo que es”, pretensión que Unamuno llamaba “la divinización de todo”, resultará ser la realidad desde donde nace gran parte de las formulaciones más intensas de su pensamiento.
A estas ansias de plenitud del hombre unamuniano se opone la amenaza la NADA tras la muerte, de ahí su “hambre de Dios”, un Dios que garantice la inmortalidad personal e individual. Todas estas preocupaciones, de acuerdo con Gómez Heras, también estarán presentes en su libro “La agonía del Cristianismo” de 1925 y en muchos de sus ensayos, obras poéticas y novelas.
En cuanto a novelas, Miguel de Unamuno, años más tarde de haber publicado su primera novela “Paz en la guerra” en 1897, la cual requirió más de doce años de preparación, se convierte en uno de los autores más renovadores de principios de siglo por su concepción de la “Nivola”, propia de un “novelista vivíparo”. En este sentido el autor crea novelas a medida que las escribe, aunque partiendo de una idea central. Dentro de este género de novelas creado por Unamuno, la crítica ha considerado como su obra maestra “Niebla” de 1914, a la cual el autor subtitularía con el nombre de Nivola. Una novela en la cual se difumina la frontera entre la realidad y la ficción, cargada de símbolos y centrada en el drama íntimo del hombre moderno preocupado por su destino y su inmortalidad.
De acuerdo con Ruiz Ramón, la función del diálogo dentro de «Niebla», donde abundan los monólogos junto a una escasa narración omnisciente y poca descriptiva, aparece de igual modo en sus obras teatrales. Más que personajes dialogantes, son monodialogantes, lo cual hace que sus obras sean definidas en ocasiones como dramas esquemáticos, donde los personajes pierden autonomía para ser reflejos del propio autor. La palabra de Unamuno que se impone de manera posesiva a la palabra del personaje impide que este sea propiamente un personaje dramático, a causa del carácter de “prosa dialógica intelectual” que confiere el autor a sus personajes.
Unamuno defendería así la concepción del teatro como poesía dramática, mediante una estética que el mismo definiría como “desnudez”, y que estará presente tanto en la palabra como en la técnica de composición o de la acción. Suprime los decorados, trajes, utilería y cualquier otro elemento escénico que no dependa de la palabra o de la acción. Reduce la palabra dramática para eliminar toda retórica y rodeo oratorio. Disminuye los personajes al máximo y le confiere a la acción un marcado carácter esquemático. En cuanto a la definición sobre su concepción del teatro poético nos revela:
La acción, el drama de esta comedia quiere aparecer aquí desnuda, sin prolijo ropaje que la desfigure. Es poesía y no oratoria dramática lo que pretendo hacer. Y esto me parece que es tender al teatro poético y no ensartar rimas y más rimas, que a las veces son sino elocuencia rimada, y de ordinario ni aún eso. Teatro pético no es el que se nos presenta en largas tiradas de versos… Teatro poético será el que cree caracteres, ponga en pie almas agitadas por las pasiones eternas y nos las meta en el alma, purificándonosla sin necsidad de ayuda, sino la precisa de las artes auxiliares.
La desnudez como centro en su dramaturgia sería precisamente, según Ruiz Ramón, la causa de la vuelta a los mitos trágicos clásicos y la transposición que en sus contenidos realiza el autor.
La versión que lleva a cabo en 1910 de “Fedra” tuvo que esperar ocho años para ser finalmente estrenada en el Ateneo de Madrid. Por motivo de esta representación el Unamuno escribiría unas palabras que a modo de presentación fueron leídas por Enrique de Mesa, presidente de la sección de Literatura del Ateneo por aquel entonces. En ellas se reflejaba el dolor del autor por la desafortunada suerte que corrió su obra, ya que no fue acogida como él esperaba en los escenarios del momento.
En “Fedra” el autor nos muestra la pasión enajenada que siente la protagonista por Hipólito, hijo de su marido Pedro, y la conexión de esta con una fatalidad presente en las mujeres de su familia. Fedra ha de cargar durante toda su vida, como si fuera transmitida a través de la sangre, con una maldición. Unamuno sitúa la raíz de esta pasión amorosa en el punto de vista de la teología trágica de los clásicos griegos. Como bien define el autor, su «Fedra» es una tragedia moderna y cristiana, la cual no podía ser la de Eurípides, pero sin quererlo resultó ser la de Racine, aunque con un desarrollo completamente distinto al de las obras de ambos autores.
Aquí es, según la crítica de la época, donde radica la novedad de Unamuno, precisamente en crear una obra con todos los elementos trágicos de los clásicos griegos pero dotándola de un carácter cristiano que consigue tener un equivalente de igual fuerza en su esencia.
Fedra confiesa a Hipólito su amor desenfrenado en el momento en que Pedro, su esposo, le deja a solas con su hijo para persuadirlo de casarse y así tener un nieto, ya que ninguno de los dos, ni Fedra ni Pedro, pueden concebir. El personaje no reconoce la culpabilidad de su pasión, alegando que si es amor lo que siente no puede ser culpable. Fedra decide suicidarse después de haber enfrentado a Hipólito y a su padre, diciéndole a este último, luego de haber sido rechazada por su hijastro, que ha sido Hipólito quien le ha solicitado.
Pero antes de morir decide escribir una carta donde confiesa toda la verdad. La muerte de este modo se convierte en la única condición donde su maldición, heredada por familia, tiene fin. Donde su pasión amorosa incontrolable encuentra sosiego. Una muerte entendida como sacrificio. Culpable es en cambio Hipólito, por no advertir cómo se caía y no haber podido sostenerla a tiempo. Culpable es también Pedro, quien al final de la obra expresa fue la carne, ¡la carne maldita!. ¿Será esto un castigo?, y le brinda a Fedra el carácter de mártir por haber sabido morir. La agonía del personaje es remediada a través de la salvación que trae su muerte. Esta victoria mediante el suicidio es, de acuerdo con Ruíz Ramón, lo que define como personaje dramático a la nueva Fedra de Unamuno y la diferencia de la de Eurípides y Racine.
Miguel de Unamuno fue un pensador profundamente contradictorio. Participaría de la misma pauta de contradicción en lo político, inclinándose por un socialismo no dogmático ni materialista al estilo de Max, sino propugnando, como diría Gómez Heras. Un socialismo filantrópico de solidaridad humana que no excluye en modo alguno una actitud religiosa.
Cabría destacar en este sentido el discurso que realiza el autor el 12 de octubre de 1936 durante el acto de inauguración del curso académico, en el paraninfo de la Universidad de Salamanca. Unamuno se enfrentaría a Millán-Astray, fundador de la legión española, quien atacará en el acto, entre otras cosas, a vascos y a catalanes, y al que nuestro autor terminaría encasquetándole la frase Venceréis pero no convenceréis.
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